jueves, 18 de julio de 2024


Josema caminaba esos pasillos y más que caminar los navegaba. Por que esos zapatos, en un momento que nadie usaba ya zapatos sino como máximo unas zapatillas de sobria gamuza, eran realmente dos propuestas de estilo nunca vistas en esa institución educativa que tanto que desear dejaba.  

Josema amaba que unes y otres salieren de sus aules tras él al grito de “¡JOSEMA...!” con desesperados puntos suspensivos que hacían un proverbial eco con su nombre que en realidad era José María, pero josemeado sonaba mucho, muchísmo más español, potente y fuerte, como le gustaba decir cerrando el puño en sus clases, clases en que nadie aprendía absolutamente nada porque nadie podía llegar a comprender la naturaleza insondable de sus saberes ni de su comprometida trayectoria que le permitía presidir todo lo presidible dentro de la institución en la que más que nada lo tenían como el busto parlante que hablaba y hablaba en difícil de cosas fáciles o directamente, inexistentes. 

Josema más que desplazarse flotaba. Rubén solía tirar el cuento de que lo había escuchado cuarenta minutos sin parar, ni pestañear a Josema, y que efectivamente, no había entendido absolutamente nada de lo que Josema había dicho porque precisamente, ese era el juego: quien lo aguanta sin pestañear y sin reirse de los delirios de Josema en la institución. Rubén y el Raco se hacían trampas de porteros: Rubén le había puesto cera con kerosén puro (¡SÍ, PURO!) al cuadrado de baldosa en donde se pararía Raco a escuchar a Josema sin pestañear y sin reirse lo máximo posible, de manera tal que la cera con excesivo y puro (si, si ¡PURO!) recién colocada le hiciera caer un lagrimón a Raco con su olor penetrante y lo hiciera perder la docena de tortafrita. 

El pobre Josema ni enterado de que estos dos no estaban, ni estarían al tanto de tanto correcto funcionamiento en la vida y obra de un ser humano. Por supuesto que Josema se evocaba a sí mismo cuando pensaba acerca del  correcto funcionamiento en la vida. El tema es que para Rubén y Raco y su universo de escobillones, kerosén y aserrín para baldosas de escuela colocadas y funcionando correctamente en una escuela, Josema era un personaje sin importancia, y más bien un ser vivo incomprensible que se erigía como una simple ficha en un juego en el que iban y venían apuestas de los más variadas como costillares de capón y botellas de cerveza entre los dos porteros. 

Jamás lo hubiera imaginado pobre Josema, jamás. Sencillamente porque la tilinguería lo ahogaba en soberbia. El pobre transpiraba ansiedad en la empresa de querer corregir criterios, conceptos, preceptos y voluntades en todos los campos de la vida de todos a su alrededor. Cerraba los ojos miopes y hablaba marcadamente pausado cuando quería puntualizar sus verdades rancias y memorizadas como puntillas expertas, prácticamente blindadas a las conjeturas de la ignorancia ajena. Tenía poco más de treinta pero las ínfulas lo transformaban en un siútico anciano afrancesado cuyos airecitos de superioridad lo dejaban en un ridículo cruel que despertaba cómplices sonrisas en quienes, ignorándolo, desmontaban su pretendida grandeza impostada.

La glándula de su constancia execró tanta altanería que murió escaldado en su propia baba dogmática y nadie, nadie le rindió nunca los homenajes merecidos.

Imagínense que si la insuficiencia humana a su alrededor no logró jamás reconocer que las grasas trans son pésimas para la salud, mucho menos discriminaría un despojo humano cualquiera de la reliquia inmensamente invaluable en que se transformarían sus tendones conceptuales enmarcados en teóricas exactitudes.

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