miércoles, 26 de agosto de 2009

LO QUE DIJO CRISTIAN


Llegó mi libro, cómo todo lo esperado lo recibí con ansias, con orgullo, con miedo, con todo. Lo primero que hice fue dejarlo en la librería Macayo para que vea la luz de lo público, para que aprenda a no tener vergúenza. Y ahí está, espiando a los abrigados paseantes de invierno.
No sé qué decir de él, la verdad que estoy como esas madres primerizas, mareada por el parto, casi sin poder creer que haya terminado este proyecto que llevó mucho de mí en lo emocional, en lo privado. Hace un tiempo lo describí como un libro seco, revelador de el alma femenina, de la mía, de la de todas, con sus cuatro partes bien marcadas, con lo idílico para comenzar, con lo melancólico, con lo enfermizo y con lo glorioso y apasionado al final. Me gusta lo de mi amigo el escritor Basso Benelli digo de él, aqui lo transcribo.

Cuando el poema despliega sus sentidos, liberando al lector de los prejuicios de la aparente poesía encifrada, logra alcanzar un equilibrio entre vida y literatura. Así es como se completa el círculo en que lo dicho detona asociaciones con la experiencia vital, por ende, surge el diálogo de las partes y se nutre. La vida vuelve a manifestarse. Lo que sintió un hombre es concentración de lo que muchos sentirán; lo que escribió un hombre es realidad de lo que otros vivirán, y en ese camino el poeta es eterno.

En Letal intensidad, cuerpo poético estructurado en tres momentos, oímos una voz de mujer a quien “no la apasionó la locura/ de una brisa dulce”, sino el sobrevuelo obsesivo de un amor. Su confesión lírica la sostiene un destinatario esquivo, lejano y enigmático que inspira la totalidad de los versos y se transforma en flujo centrípeto de la pasión, la contemplación, los celos, el odio, su vida toda mientras él protagonice sus días.

Los poemas son breves en su mayoría. Cada serie de estrofas tiene por eje un verbo como categoría, pues el sujeto no se entiende sino en el dinamismo de la acción. Más allá de cualquier recurso imaginista, la escritura se depura de expresiones estériles y alejadas de la confesión como las letras de tango, que por su naturaleza concentran las emociones, la historia personal, la rima aguda que es un golpe de voz como cerrar con furia una puerta. Son relevantes las diferencias con el “objeto del deseo”: correspondencia amorosa, edad, rechazo, atracción, sometimiento, dolor, despecho; todas ellas expuestas a través de melodías hiperbólicas.

Para el sujeto poético, el abandono amoroso es un hecho de sangre. Aunque “a tajo limpio/ vencería la soledad”, no consiente ni se resigna a ello. Quiere llegar al más intenso límite que le sea posible en una relación donde el otro no responde según lo esperado. Es más, está dispuesto a sufrir y ofrecer “a cada perdón/ un golpe”, convirtiéndose en un sobreviviente del amor, “una flor silvestre”, “una niña esencial”, “una valkiria” y hasta una Cleopatra o Taís.


Lo primero que conocí de Nadine Alemán fueron sus 17 cuentos simples, deslumbrantes por su lucidez, su dominio de la observación exacta y el hecho de que no fuera, además, una autora promisoria, sino real; pero más me impactó –al conocerla personalmente- el modo cómo convertía lo cotidiano en arte, la conversación vana en profunda, la prosa en verso. De ahí que ahora podamos leerla en una poesía expresiva, directa y suavemente lírica.

Pensar en Nadine Alemán y en su obra literaria obliga a pensar la Patagonia argentina, sustrato y sustento que la inspira siempre, como trasfondo de belleza que le dio un ritmo especial para escribir. Es pensar también en el sitio que le corresponde a la poesía y al escritor en tiempos de tránsito como éste, porque cuando la vida es tanta, toda intensidad puede ser letal."

martes, 18 de agosto de 2009

EL CORDERO
















EL CORDERO pertenece a "17 Simples Cuentos".

- ¡Años, años viendo cómo se carnea un cordero y justo hoy se te ocurre que no puedes!
Mi padre rezongaba con razón, realmente yo tenía que reconocerlo. Había pasado la mayor parte de mi vida en el campo, recién a los dieciocho años había ido a la ciudad a buscar trabajo. Y hoy volvía sin pena ni gloria, vacío, con una bolsa de arpillera llena de cosas para mamá y mis hermanas, y con frustraciones, muchas frustraciones.

Papá me regañaba a la vista y oído de todos, incluso de los otros peones, gente de campo que se quedaba callada ante la irritabilidad de mi papá, ya un anciano. En otro momento, quizás de más chico, ante el reto de mi papá hubiera largado un insulto y me hubiese ido a sacarle la roña al caballo más arisco de los patrones, pero ahora no, yo sabía muy bien que de un tiempo a esta parte la sola cercanía de la muerte, ya fuera de un cristiano o un animal, me paralizaba. Pero no podía explicarle eso a papá. ¿Cómo explicarle que la vida en la ciudad había guardado para mí ribetes inconfesables? ¿Que los dos años lejos del campo me habían cambiado por completo? Prefería realmente que pensaran que estaba igual, que nada me había cambiado, que la ciudad no había sido nada más que una aventura juvenil y truncada por la falta de trabajo.

Mis hermanas me entendían, en el fondo me tenían lástima, creo. Mamá estaba feliz de tenerme de vuelta, siempre había sido el mayor y el más regalón. Papá seguía retándome y los otros peones seguían diciéndole que se calmara, que no le haría bien a su salud, y Darío, mi amigo de la infancia, mi hermano, quien de mirarme no más sabía lo que me pasaba, era incapaz de adivinar lo que me tenía tan paralizado. Y me llamaba, se reía: “¡Julián, vení, dale, que ya estamos listos y con el fuego prendido! ¡Vení y matá el primer cordero que este es un honor que no se lo damos a cualquiera, che!”. Darío, mi amigo, mi hermano.

Mientras veía afilar los cuchillos, traer el balde, a los perros que se acercaban esperando las sobras, el fuego lanzar chispas, y la estaca de fierro esperando ensartar tremendo manjar, me volvía loco por dentro. Mi corazón se sobresaltaba, cada movimiento que antecedía a la carneada, se hacía lento, como una vieja película, las del cine del pueblo que veíamos los domingos con mis hermanas.
Papá seguía, ya no lo escuchaba, solo veía sus idas y venidas, y miraba al cordero, que desde el corral parecía intuir lo que se aproximaba.

Juro que tuve el impulso de soltarlo, pero algo me dijo que no tenía que interferir en un ritual tan cotidiano y tan ligado a la vida de campo. Mis fantasmas internos no tenían por qué alterar una vida simple como la de mi familia, en la que la carneada no era un acto de muerte sino una actividad más.

Cuando el cordero baló por última vez y el cuchillo lo ahogó, quise vomitar pero me aguanté. Me quedé sentado a la sombra, unos metros mas allá, sobre los fardos, mientras todo seguía su curso, mientras mamá pasaba con la bandeja para las achuras frescas, mientras mis hermanas se peleaban por cocinar la cabeza de tal o cual manera, mientras mi papá y los peones se felicitaban entre ellos por la mucha grasa, y lo grande del cordero, mientras Darío extendía el cuero fresco en el palenque desnudo... y tuve la sensación de que justamente ahí empezaba mi historia de simulación, de simulación de todo lo que había pasado en la ciudad, de ocultamientos necesarios y sistemáticos para no matar de pena a mi papá, hombre de campo, de trabajo fuerte, un anciano, para quien no hubiese sido ni digno ni posible tener un hijo asesino.

Mientras escuchaba cómo mi papá, ya viejo y con justa razón, me retaba por no haber querido matar al primer cordero de la temporada, me quedé sentado pensando en los ojos traicioneros del miserable aquél que embarazó a la Leonor, mi hermana de trece años, un desgraciado que fui a buscar a la ciudad, que encontré en el baile medio borracho y que degollé sin pena en un baldío cercano y por el honor de mi hermana abandonada.

Miré para la casa y vi a la Leonor solita, mirando por la ventana, ocultando el crío en sus brazos. Mirándome, como entendiendo. -

sábado, 8 de agosto de 2009

El Magnético Gerard

“Si la película es francesa, seguro que actúa Gerard Depardieu” dicen los críticos de cine de todo el mundo. Todo un santo y seña del que conoce el cine francés. Y es tal cual. A ver, tomemos tres películas francesas de este año: “LOS TIEMPOS CAMBIAN” (de André Techiné, con Catherine Deneuve) , “LA VIDA EN ROSA” (del director Oliver Dahan) y “EL CANTANTE”. En todas está el hoy macizo sex simbol que salía en revistas de los ochenta sin ropa y tapándose sus partes nobles.

En “EL CANTANTE” por ejemplo, Gerard es “Alain Moreau”, un cantante que pudo haber llegado lejos pero solo anda divirtiendo a los escasos y aburridos trasnochadores de la ciudad donde vive. Entonces conoce a “Marion” (Cècile de France), una mujer bastante más joven que él, ¿y qué pasa? se le viene la estantería al piso, lógicamente.

En “LOS TIEMPOS CAMBIAN” está con Catherine Deneuve. Uno hace de “Antoine” y la otra hace de “Cecile”, dos viejos amores que se encuentran en Marruecos para tratar de reconquistarse. En “LA VIDA EN ROSA” Gerard también está, y aunque la película no alcanza a aprehender la grandeza de un personaje tan significativo como Edith Piaf (pues de ella trata la película) , Gerard está, y con eso, ya tenemos público asegurado. Porque, aunque no nos sorprendan ya sus apariciones, parece que es fijo que si está Depardieu , la pelicula vende.

Pero bueno, todo no se puede y por más que duela reconocerlo (en realidad es un dolor/goce artístico contradictual) Gerard solo, puede más que todos sus personajes. La gente va a verlo a él, no a meterse y vivir la historia que la película cuenta.
Como le pasa a Robert de Niro, que por más que nos esforcemos, no podemos dejar de pensar que, el que hace el personaje, es Robert de Niro. La trama a veces queda absolutamente en la sombra con estos gigantes bien gigantes protagonizándola.

Es que hay tipos que son tan, tan grandes en su magnetismo personal, que terminan tragándose al personaje con su fuerte presencia. Y lo fagocitan.