jueves, 13 de octubre de 2011

EL ODIADOR DE ÁRBOLES (cuento de mi próximo libro a publicar)

Es de esas actrices que dejan morir a un hijo de hambre y siguen yendo al gimnasio envueltas en calza, buzo, vincha y anteojos negros. No repara en nada, ni siquiera en su deformidad.

Lo inventó como a un perchero al que le colgó prendas. Él se sacude, las prendas desaparecen y ella viene a mí como un faro moderno sin batería. No lo quiere si no es el que inventa. No le tiene la más mínima paciencia y sigue sumiéndolo en su brutalidad simbólica día tras día. Una vergüenza. O peor, una estupidez que yo no permitiría pero que finalmente adhiero apasionado. No es que la ame, solo intuyo la tormentosa depresión que le espera en diez años y me solidarizo con antelación, asumiendo mi ausencia.

A raíz del problema han salido en el Science Channel pero había demasiados niños hindúes para operar y solo los escucharon durante diez minutos para ni siquiera filmarla mientras lloraba desesperada por una solución. Intentaron algo mayor en el Surgery Channel. Llegaron a un trato pero el director de programación se desdijo cuando apareció el búlgaro aquél que vivió treinta años con un triciclo pegado a la pierna luego de la explosión en Varna.

Para ser más directos: a ella le salen plumas, y no es este un cuentito de ciencia ficción, es una realidad. Échenles la culpa a las hormonas en los cogotes de los pollos de supermercado, a los fiambres vencidos lavados con ácido clorhídrico o a la carne de pavo acaramelado que importan los chinos. A ella le salen plumas y el marido se volvió Munchausen (ese síndrome que mantiene al pariente enfermo para llamar la atención).

El colmo de la semana pasada fue la chiquita que salía de la escuela de danzas y la fotografió pensándola primera figura del lago de los cisnes. Ella no lloró. Solo pensó en vivir en el sur, en un valle, en un cañadón que la apriete por la mañana y al atardecer. Le repite que no ve la hora de tener árboles cerca, que la protejan. Él se atraganta con las situaciones, pero en los probadores se ríe a carcajadas. En algún momento le dio impresión abrazarla pero compró una pipeta antipulgas, y esperó a las dos de la mañana para insertarla en los omóplatos de su amada.

Estuvimos juntos el viernes. Los poros abiertos, las puntas casi plásticas saliéndole de la piel me impidieron besarla pero enmascaré el asco con una fingida comprensión que permitió virar todo a una charla sobre su olvidada aracnofobia. Me habló dos horas sobre ese pueblo cerca del bosque, del cañadón y de los árboles que la resguardarían de los curiosos, y por supuesto también de los periodistas a los que ahora tanto busca, pero después evitará viviendo en esa casa rodeada de árboles y bordando diariamente un almohadón con hilos de dignidad hierática, en donde apoyará todas las noches su cabeza emplumada e hipócrita.

La conozco.

Él marido también sabe todo esto y, bañado en su síndrome de Munchausen, la acompañará, despidiéndose de la civilización, retirándose lento a aprender ornitología al sur.

Ella matará las primeras tejenarias domésticas pero con el tiempo se asumirá y dejará de reparar en ellas y sus telarañas. Él usará estos binoculares que le estoy regalando y hará leña del árbol caído. Literalmente. Con el tiempo ella me olvidará y olvidará también sus incipientes plumas bajo el suéter de lana cruda. Él creerá que la ama y buscará alguna nueva enfermedad en su latente síndrome.

Seguramente yo iré a alguna redacción de diario sensacionalista y contaré que Quetzal, la mujer emplumada vive en el sur, y daré coordenadas exactas para que la encuentren y hagan de ella la famosa noticia que tanto deseó ser. En otoño los árboles no tendrán hojas, el alquiler de helicópteros será más barato y los cronistas se lanzarán sorprendiéndola mientras intenta ocultar su crecida barba de plumas. El pobre marido odiará los árboles y huirá de la vergüenza, cayéndosele en el camino su simulada hojarasca complaciente.

Yo no haré más que esto que hago ahora, jugar pacientemente al ajedrez y abominar el follaje que la resguarda cada vez que se aleja de mí.