martes, 1 de febrero de 2011

LOS PASOS (cuento - 17 Simples Cuentos)



Era el primer sábado que yo iba a ver a una amiga. Desde el accidente de Mauro no me había atrevido a salir. Me quedaba como una esposa cariñosa y atenta a cuidar a mi marido que no podía hablar, y caminaba con dificultad. La recuperación hasta aquí había sido lenta, mi vida se había postergado bastante en función de él. Su carrera había desaparecido, y mis sueños de una vida mejor se esfumaban con un marido en ese estado.

Esa tarde, él aprovechó para encerrarse en mi consultorio y hundirse en su hora de meditación sobre la alfombra. Yo salí y le encomendé una simple tarea, en el afán de quitarle la constante sensación de inutilidad que lo embargaba: debía llevar un bolso con algunas cosas al garage. De ahí en más el azar se haría cargo de nuestros destinos, yo ya había hecho mi parte.

El calor pesado y la tormenta gris avecinándose traían desde la lejanía el sonido de los niños apurándose a llegar a sus casas en bicicleta, y acercaba los rumores callejeros, creo que eso lo relajaba y lo invitaba a entregarse a ensoñaciones de una recuperación cada vez más lejana por el irreversible daño neurológico que había sufrido en el accidente.

Mauro adoraba la tranquilidad de mi consultorio los sábados a la tarde, y teníamos desde siempre el tácito compromiso de permitirnos disfrutar de las cosas por separado. A mí me costaba dejarlo en ese estado pero él, a su manera, me había pedido que fuera así.

En un segundo, un trueno inauguró la fiesta de agua que comenzó a volcarse sobre la ciudad. Yo me fui en el auto a la casa de mi amiga, no sin antes responder al saludo resignado de Mauro desde la ventana del consultorio. Una parte mía quiso regresar, pero yo solo avancé indiferente.

No pasó mucho tiempo hasta que volví y encontré a mi marido tirado en la puerta de la cocina. No puedo explicar el sordo grito que explotó dentro de mí. Mauro no estaba desmayado. Mauro estaba muerto, con la tijera de podar de Jacinto clavada en su hígado.

Pensé en Jacinto, el jardinero, mi paciente psicótico que esa tarde iba a venir a terapia. Debe haber creído que yo vivía sola, y seguramente cuando vió a Mauro salir con el bolso que debía llevar al garage, pensó con la certeza propia de su patología "es un ladrón". Y lo mató.

Jacinto y su transferencia. ¡Quién sabe qué pensó cuando vió a Mauro! Y sí, Jacinto pensó en mí, como yo esperaba. Pobre Jacinto, ahora estará escondido por ahí, tratando de entender qué fue lo que hizo. Me sentí culpable por no haberme adaptado a la situación de Mauro, por no haberlo amado más, por haber jugado con la patología de Jacinto, me sentí culpable por la naturalidad de mi planificación. Pero también me sentí libre.

Dejé tranquilo su cuerpo, tendido ahí, en la puerta de la cocina. Caminé hacia los arbustos arrastrando el bolso con algunas joyas mías y los candelabros de plata que él debía dejar en el garaje. No pude hacer nada más. Solo me quedé ahí, acariciando las manos de Mauro, mi marido enfermo, mi marido muerto.

El agua se mezcló con mis lágrimas tardías, y caprichosa intentaba, como un cómplice indolente, lavar los pesados pasos de Jacinto en el barro que, como arrepentidos, se resistían a desaparecer.
Esperé.