lunes, 23 de octubre de 2017

LA CREENCIA DE LA HIJA (cuento)



Avanzar y abrazarla. Avanzar y abrazarla. Hasta sospechar que vive.

La mosca infame de Axel Roses me taladra con su voz vencida. He visto dos hombres entrar y salir de esa casilla musical. Le digo así porque soy de ponerle nombre a las viviendas. La nuestra era gallinero zumbón para que la nena repitiera nero bombón papi y nos riéramos de eso Aldana y yo mientras le dábamos de comer en la sillita.

En este tiempo el bosque se pone lindo. Le gusta el paseo, su pupila está expectante. El jueves cumple seis. Sigue usando la sillita pero la pinté de rojo. Ruego al ruimondraco que  ella cante otra cosa. Debo reescribir mis plegarias a los árboles santos y tengo que sacarle a esta bicicleta el ruido a cortadora de fiambre también. Ay hija que me aterras con tu chillido, mamita.

Mi comodidad me permite observarlos desde hace días y siguen igual: el más alto pasa con el licuado y por supuesto ignora considerablemente a mi hija apresta en su árbol. El más bajo me robó el almohadón de arpillera y pasto que había camuflado bajo este árbol para acompañarla durante la cura diaria.

Su pupila es verde diponcelio frutero, la del alto digo, y por eso intuyo que debe llevar muchos meses, incluso años, alcanzándole la jarra por tanta soledad. Me pregunto si es para el padre el agasajo. Mirándolo andar, el alto me recuerda a Antarina, mi maestra de segundo grado. Tenía dos hijos. Uno de mi edad. Si es éste, yo soy un Clooney forestal y tristón. Maurina se  hace amiga de la quietud porque sabe a dónde vamos con todo esto. No es que estemos sentados uno aquí y la otra allí contra el ruimondraco enano porque sí. No señor. Estamos tragando la vida. Ni más ni menos. Y que venga ahora el médico estático e impenetrable a decirme que no vas a caminar o que me moriré con los nervios gastados por tus chillidos, abandonándote atadita con hilo choricero a un ár- bol de mierda en ese lugar suyo, señor Andrade. Que pavada la mía de no decirle en la cara que acá no tenemos árboles de mierda. Los diponcelios fruteros, siryunengos y ruimondra- cos dejarían a varios giles de bata blanca sin trabajo. Tienen la cabeza llena de cemento los tipos estos.
Qué van a saber.

Qué bien está uno si se compara con el hijo de mi maestra o el médico de Maurina. Yo no la largo hasta que me hable, que me diga en qué lugar está la madre y donde dejó la llave del gallinero porque ya no aguanto más el olor a pollo muerto haciéndose a la tierra. Me faltó agarrarlo de la solapa para ver si aprendía a respetar a la gente este señor. Con su ayuda o no mi prenda fue ponerle llave al gallinero y dártela para que la escondas hasta que puedas decirme donde está, hija. En un tiempo más, cuando cantes mejor que la sierra que sos ahora y puedas pedalear conmigo, vamos a festejar poniendo un retoño de ruimondraco en el nero bombón abonado puntualmente durante tantos años en tu nombre.

Que yo tendré todo de fiambrero pero más tengo de padre y catequista exonerado y a mi creencia no me la quitan si me viene de la nena. No pueden entender carajo, que uno solo interpreta el pedido de la tierra que acá sí escuchamos y que allá ellos ignoran y burlan con sus adelantos tecnológicos que no les dicen nada. Y si tan malo fuera este ritual no vería uno en el pueblo esos rostros de gente recuperada por su propia fe en los diponcelios fruteros,  siryunengos y ruimondracos de este bosque. Qué tanto. No somos los únicos, eso está claro. Si mi hija asierra con la cuerda vocal que le tocó no es para tanto. Lo malo es que no me camine, o que cuando toca una chapa se escriba sola una premonición cruel acerca de un tren en Manchuria o de delfines empretrolados. Cosas que no me importan más que para ocultarla de los que quieran hacer negocio con una pobre santita.

No es nada sentarse a unos metros y oírle a la hija de uno el llanto cortante si es que así se la cura del verso maldito que la madre le escribió antes de desaparecer para no cuidarla cuando la supo enferma.
Malo es lo de ellos. Lo del alto digo yo. Estar tantos años con una batidora chiquita haciendo licuado de rosa mosqueta con crema ladiar vencida para doña Antarina, más allá atada a un pino brutalmente grande recuperándose vaya uno a saber de qué.