jueves, 1 de diciembre de 2022

RÉPLICA Y EXPLOSIÓN DE QUIETUD (cuento)

Réplica y explosión de quietud

  

No tolero la certeza, díganme loco, pero no la soporto. Por otro lado, cualquier movimiento no dominado por mí, me provoca una sensación de inestabilidad deses perante, confesó.

Cabo y Diderot lo miraron con cara de ¿qué haces acá? y yo empecé un nudo para mantenerme ocupado tres minutos más.

¿Cuánto tiempo tenemos que estar en Barrancó? ¿Ocho, nueve días? preguntó. 

 Seis días y siete noches –– dijo Diderot. 

Es mucho, no voy a poder, necesito quedarme en tierra, déjenme en Pájaro Ras, yo veré cómo me arreglo con las paletonas venenosas; prefiero eso que pasar otra vez por esta explosión de quietud que me tortura.


Nos miramos, Cabo tuvo la intención pero finalmente nadie tocó el timón. Había tenido estos episodios por lo menos ocho veces, pero había declarado solo dos. 

Por vergüenza se encerraba en el pequeño habitáculo y rezaba frases climatológicas ante la vigilancia de Cabo, que no se movía un segundo de la puerta, como esperando una chica en el baño de un baile popular.


Por lo que alcancé a entenderle durante el explicativo ataque de nervios, percibía movimientos telúricos, y estando en altamar ciertas réplicas en el agua le informaban (había usado ese término) con exactitud lugar, fecha y hora del futuro desastre. 


Un encanto de situación arriba de un pequeño barco cangrejero con un francés borracho como Diderot, un ex convicto con el lóbulo temporal afectado y yo: el maníaco experto en nudos. 


Esta percepción certera sobre una futura catástrofe climática devenía en una explosión de risa demencial y luego catalepsia, a lo que nos acostumbramos a responder con la broma absurda de besarlo en la boca hasta que despertaba de su letargo y se encontraba disfrazado de Bella Durmiente. 


L
o hicimos hasta que una tarde lo oí llorar y tiré el ridículo disfraz al mar


Aunque era su obligación (como la nuestra), se resistía con todas su fuerzas a acompañarnos a Barrancó. Nunca supe qué se escondía tan terrible para él en ese lugar de bruma esponjosa y helechos bañados en savia de maliinac, un árbol que imaginé sagrado por su forma de ánfora cilántrica antigua. De madrugada pasamos frente a la isla Pájaro Ras, él salió a cubierta y yo, fingiendo estar dormido observé como se besaba con Cabo, sin estar explotado en quietud, ni tener el antiguo disfraz que usábamos a modo de burla. 

Me sentí estafado por no haberme enterado por su boca, y subestimado por haber montado el número del besito al disfrazado que solo dos disfrutaban: él y Cabo. 


No pude dormir imaginando las veces que nos habrían dado verdolaga o quien 

 sabe qué planta para dormirnos a Diderot y a  para consumar su peludo amorío sobre el barco.

 

Los días en Barrancó se me hicieron difíciles, no sabía cómo tratarlos. Ya no me gustaba sentir el humo de cigarro de Cabo cerca de mi y pensé miles de bromas sobre gays que no me animé a decir cuando de reojo medí el diámetro de los brazos de los noviecitos.

Me cuestioné si el beso de madrugada no hubiese sido un arranque propio de la soledad, me pregunté si sentía yo algo por él, o por Cabo a lo largo de tantos años, pero pensé en Emiliana y se me acabaron todas las dudas. Lo que más me molestó fue escuchar a escondidas las conversaciones entre ellos dos. Cabo le daba explicaciones sobre el uso de un supuesto dinero en común, parecía una esposa joven en su primer mes de casada. También me fastidió que durante todos los días que nos quedamos en Barrancó, en el desayuno se contaran los sueños de la noche anterior. Me pareció tan profundamente femenino que me dieron arcadas y tuve que salir de la cocina varias veces. 


Volví a pensar en comentarios discriminatorios pero me sobrevino el arrepentimiento lógico que emana del instinto de supervivencia. 

Me van a dejar la cara azul ultramar, no hay violencia más concreta que la de un hombre acorralado. Y estos, son dos hombres acorralados.

 

 Tuvo otro episodio de explosión de la quietud el mismo día del terrible terremoto de Filipinas, y su estado cataléptico fue tan parecido a la muerte real que Cabo lo echó teatralmente cuando pasábamos por Pájaro Ras, su isla preferida.

 

Lo observo hace tres horas, nunca pensé en volver a verlo, menos en esta pequeña isla flotante japonesa que se mece con cada sismo que justifica el Cinturón de Fuego del Pacífico.


Es más valiente de lo que creí, desafía su propio sino y acaba de comprar una hamaca paraguaya verde con flores.

Escuché que la soñó siete veces en Barrancó.