Tarde mística
A Eduardo Mango
Todo lo que tenía que hacer
era armar la carpa afuera de la
Maternidad, meterme y esperar a las embarazadas que salían del
recinto.
Hay un hombre aquí afuera
en una hermosa carpa con forma
de útero. Él obtiene
online la foto de la ecografía 4D de su bebé,
es una linda idea comprar
el llavero con su carita para que
los acompañe hasta
verlo al nacer
recitaba Inés finalizan- do cada visita. Un verdadero
genio, nadie lo hubiese vendido mejor. Y yo afuera, con las pupilas
dilatadas de falsa ternura
para que por fin se lleven uno, dos
o tres.
Fue insostenible la cantidad de embarazadas solitarias y el negocio cayó en picada.
Al Euclid me subí a mitad de ese año. Nunca antes había manejado
un camión de esas dimensiones. Con una mezcla de miedo y excitación manejé esa bestia de
tonelaje proporcional a mi inconciencia. Eduardo me contó varias veces el susto que pasó cuando se paró sobre una pie-
dra a observar el paisaje y la piedra terminó siendo una oveja muerta sobre la que se hundió llenándose de sangre podrida. La oveja que parla, la había bautizado y nos reíamos
siem- pre de la siniestra broma. Tropezamos
siempre con la misma piedra; bromeó antes de caer por el conducto
de hormigón armado. No creo que alcancemos a llegar a cota segura en el pueblo
si a Eduardo se le ocurre abrir paso a la grieta en la represa. Que sus huesos
cedieran sería una broma macabra, fiel a su estilo.
Las grandes dimensiones del Euclid y la ignorancia
que tuve sobre él durante cuatro
años me protegieron de su poder. Nunca
supe si atropellé a alguien cuando estacionaba en reversa para descargar la roca. Mi única desaparición se cierra en el recuerdo de Eduardo. El resto era todo divertido.
Como esa vez que decidimos hacer
una carrera de vehículos disfrazados de animales. Qué increíblemente interesante es la tolerancia
de una gran empresa intentando mantener contentos a sus em- pleados. El mejor fue el jeep Ika disfrazado de chinche del molle. No habremos sido más de nueve y yo me lucí con mi
Euclid mamut diseñado por Yoshimitsu. Él sigue escondido del gobierno japonés cultivando
flores dentro de las turbinas que se robó.
La magnificencia vuelve loca a la gente. Ingenieros elevadísimos jugando como niños entre las piedras, ascetas
de pelo largo sumidos en cálculos matemáticos, hindúes ebrios hasta la
madrugada soportando el frío austral
como sus tripas jamás
lo imaginaron.
Yo pinté botellas
para que se llevaran los que se volvieran a sus lugares de origen. Me fueron devueltas varias por correo, con
notas náufragas de compañeros que no querían ser encontrados.
El juicio a Naroto Sokohisi
por dejar acéfala
la presidencia de Mitsubishi Motors nos trajo algunos miembros
de la Yakuza para encontrarlo, ellos tampoco se quisieron volver a su lu-
gar.
Hiro Yoshimitsu es el único que todavía se excusa por Internet diciendo que el aceite de las viejas turbinas le ha per-
mitido cultivar la única flor Set ––Gun ––To en el mundo, de un
color que solo el florista
Miu lograba para la emperatriz Naíto en el siglo lll, que por supuesto el aire de la Patagonia
permitió crecer como corresponde y que esto le permite
ser inmensamente feliz. Envolviéndose en cierta espiritualidad
patriótica la gente suele justificar su
lejanía.
Algunos partieron con su mochila hacia el bosque.
Zapatos Ferragamo y carísimas
corbatas Ted Lapidus solían flotar re- veladoras en los brazos
de los lagos hasta mediados
de los años ochenta. Mujeres
provenientes de diferentes destinos buscaron a estos insospechados eremitas.
Muchos acreedores también. Pero eso de ser tragado por la libertad es corriente aquí. Yo nunca quise hacerme
a esa vida, más bien extrañaba
la carpa afuera de la Maternidad y las reuniones con Inés para repartirnos el dinero de los
llaveritos.
El Euclid
me abandonó dos meses y el Terex tenía
menos po- tencia aunque soportaba más carga. Cuando volví al Euclid me regocijé en sus frenos
a contrapedal (como
creí que se llamaban durante tanto tiempo).
Artasu Imo ha expuesto
sus muebles en la galería
Oruki en el centro de Nara, si supieran que yo mismo
le ayudé a cortar las cuatro pulgadas y media de acero de las cajas de los camiones Wabco
para confeccionar mesas y bibliotecas. Creo que me correspondería algo de los setecientos mil dólares que le pa- garon
por el mobiliario para bebé que diseñó
con las fotos
que a mí me sobraron. Pero todos ellos no han hecho más que huir.
Será porque lo único que no es piedra en este gran paredón es cemento y lo que no es cemento, es Eduardo atajando
cuatro mil metros cúbicos de agua todos los días desde hace treinta y seis años.
Esta casa frente a la grieta es realmente
excepcional. Quien lo diría,
Jean Michel Jarré,
Hillary Clinton y Noam Chomsky meando en un inodoro tallado por
mí.
En estos años encontré infinidad de ovejas que parlan rese- cas, sepultadas bajo la ceniza del volcán. Hice el camino que
el Euclid con su gran tracción y yo decidimos
en el bosque. Inés y Florencia
bordaron con azurita y malaquita
cortinas y alfombras para
nuestra casa.
No puedo creer cómo la gente se ha ido al pueblo dejando
huérfanos los salientes huesos de hierro de lo que fueron las lujosas instalaciones de la empresa constructora. Cómo han huido todos
de este paraíso
de piedra, potencia, muerte y agua. No
lo perdono, eso sí que no lo perdono. Y mucho menos a
los hijos del sol naciente
que desde hace tanto me observan desde la montaña, a salvo, con los ojos agrandados de olvidar, ahogados de bosque mientras la grieta que parla
sigue ahí.
Es solo cuestión de tomar el antiguo mojón de hierro y dirigirme hacia ella.