Avanzar y abrazarla. Avanzar y abrazarla. Hasta sospechar que vive.
La mosca infame de Axel Roses me
taladra con su voz vencida. He visto dos hombres entrar y salir de esa casilla
musical. Le digo así porque soy de ponerle nombre a las viviendas. La nuestra
era gallinero zumbón para que la nena repitiera nero bombón papi y nos riéramos de eso Aldana y yo mientras le
dábamos de comer en la sillita.
En este tiempo el bosque se pone
lindo. Le gusta el paseo, su pupila está expectante. El jueves cumple seis.
Sigue usando la sillita pero la pinté de rojo. Ruego al ruimondraco que ella cante otra cosa. Debo reescribir mis
plegarias a los árboles santos y tengo que sacarle a esta bicicleta el ruido
a cortadora de fiambre también. Ay hija que me aterras con tu chillido, mamita.
Mi comodidad me permite
observarlos desde hace días y siguen igual: el más alto pasa con el licuado y
por supuesto ignora considerablemente a mi hija apresta en su árbol. El más
bajo me robó el almohadón de arpillera y pasto que había camuflado bajo este
árbol para acompañarla durante la cura diaria.
Su pupila es verde diponcelio
frutero, la del alto digo, y por eso intuyo que debe llevar muchos meses,
incluso años, alcanzándole la jarra por tanta soledad. Me pregunto si es para
el padre el agasajo. Mirándolo andar, el alto me recuerda a Antarina, mi
maestra de segundo grado. Tenía dos hijos. Uno de mi edad. Si es éste, yo soy
un Clooney forestal y tristón. Maurina se
hace amiga de la quietud porque sabe a dónde vamos con todo esto. No es
que estemos sentados uno aquí y la otra allí contra el ruimondraco enano porque
sí. No señor. Estamos tragando la vida. Ni más ni menos. Y que venga ahora el
médico estático e impenetrable a decirme que no vas a caminar o que me moriré
con los nervios gastados por tus chillidos, abandonándote atadita con hilo
choricero a un ár- bol de mierda en ese lugar suyo, señor Andrade. Que pavada
la mía de no decirle en la cara que acá no tenemos árboles de mierda. Los
diponcelios fruteros, siryunengos y ruimondra- cos dejarían a varios giles de
bata blanca sin trabajo. Tienen la cabeza llena de cemento los tipos estos.
Qué van a saber.
Qué bien está uno si se compara
con el hijo de mi maestra o el médico de Maurina. Yo no la largo hasta que me
hable, que me diga en qué lugar está la madre y donde dejó la llave del
gallinero porque ya no aguanto más el olor a pollo muerto haciéndose a la
tierra. Me faltó agarrarlo de la solapa para ver si aprendía a respetar a la
gente este señor. Con su ayuda o no mi prenda fue ponerle llave al gallinero y
dártela para que la escondas hasta que puedas decirme donde está, hija. En un
tiempo más, cuando cantes mejor que la sierra que sos ahora y puedas pedalear
conmigo, vamos a festejar poniendo un retoño de ruimondraco en el nero bombón abonado puntualmente durante
tantos años en tu nombre.
Que yo tendré todo de fiambrero
pero más tengo de padre y catequista exonerado y a mi creencia no me la quitan
si me viene de la nena. No pueden entender carajo, que uno solo interpreta el
pedido de la tierra que acá sí escuchamos y que allá ellos ignoran y burlan con
sus adelantos tecnológicos que no les dicen nada. Y si tan malo fuera este
ritual no vería uno en el pueblo esos rostros de gente recuperada por su propia
fe en los diponcelios fruteros,
siryunengos y ruimondracos de este bosque. Qué tanto. No somos los
únicos, eso está claro. Si mi hija asierra con la cuerda vocal que le tocó no
es para tanto. Lo malo es que no me camine, o que cuando toca una chapa se
escriba sola una premonición cruel acerca de un tren en Manchuria o de delfines
empretrolados. Cosas que no me importan más que para ocultarla de los que
quieran hacer negocio con una pobre santita.
No es nada sentarse a unos metros
y oírle a la hija de uno el llanto cortante si es que así se la cura del verso
maldito que la madre le escribió antes de desaparecer para no cuidarla cuando
la supo enferma.
Malo es lo de ellos. Lo del alto
digo yo. Estar tantos años con una batidora chiquita haciendo licuado de rosa
mosqueta con crema ladiar vencida para doña Antarina, más allá atada a un pino
brutalmente grande recuperándose vaya uno a saber de qué.