“…La noche cayó rápidamente, casi sin anunciarse; pero incendiando antes con rojos y púrpuras el horizonte.
Ensartada en el asador la carne chirriaba y dejaba caer gotas de grasa derretida que avivaban el fuego con breves fulgores. Un fuerte aroma inundaba la habitación impregnada del humo incapaz de escapar por la chimenea.
Mateaban sin decir una palabra. Pronto unas costillas de capón estuvieron listas y las comieron compartiendo el cuchillo de cabo de madera del puestero, siempre en silencio. El visitante mantenía alejada de la mente, a medias, la sospecha de una conspiración en su contra. Había estado cerca de tres horas en el lugar sin encontrar más indicios de la presencia de otra persona en el rancherío. Después de comer tomaron unos mates más y el visitante se paró.
-Voy a dormir afuera, al galpón – dijo.
El puestero apenas asintió con la cabeza.
Salió a la noche. Bajando la cara para cubrirse de la ventolera recorrió el corto trayecto hasta el galponcito de chapas. Una vez adentro encendió un cabo de vela llevado de la cocina del peón. La luz amarillenta se retorcía al influjo de las ráfagas de aire coladas por los intersticios del cobertizo.
Iluminándose con la vela recorrió el galpón, buscando un lugar donde acostarse. Sobre un caballete de madera, oscuro de grasa, estaba el apero del peón. Pensó en usarlo de almohada. Siguió recorriendo. Corrió un tambor de doscientos litros para hacer lugar a su improvisada cama. Entonces vio el otro apero, completo, con estribos y todo. Las dudas reprimidas durante la cena volvieron y se tornaron certeza. Era imposible que el peón tuviera dos recados. Además, ese otro estaba oculto adrede. Resultaba indudable la presencia de alguien más en el puesto…”
Como un baquiano parco y decidido, guiado por la cruz del sur, Vives se dirige con su escritura a donde quiere. Y no vuelve. Cada palabra que escribe es un paso que queda marcado en el barro literario de la Patagonia. Un barro que cuando se reseca petrifica en él el concepto del hombre que lo escribe. Y queda atrapado allí para siempre.
Sus palabras son un agua decisiva que caliente cae en el mate de sus historias, y que intrigado uno se toma cuando Vives lo ceba esquivando los pormenores.
Es rotundo, irrevocable el relato cuando Jorge lo cuenta en voz baja, con la mirada segura sobre las chispas, sentado frente a la estufa del rancho.
Él sabe que la magnífica Patagonia no acepta desafíos humanos, que aquí manda el viento, el fuego, el mar, el río, el horizonte. En su recio transitar la acción es todo y es escueta la referencia. Para Vives la faena con la palabra sigue y no hay tiempo de explicaciones.
Y cuando se ve la cruz del sur en el cielo, Vives se sube al negro caballo de la escritura y se dispone bien resuelto a atravesar el ritual de pronunciamiento que conoce, un pronunciamiento definitivo y cruel a veces, porque no tiene retorno.
Jorge Vives nos revela concluyente, firme y austero, lo que dicta la sentencia de la tierra.